jueves, 5 de febrero de 2009

Maestro Miseria - Truman Capote

Holaaa!! Pues ahora aqui recomendando a un por demas genial escritor, Truman Capote. Le conoci con su conmovedor y a la vez perturbante libro: A Sangre fria. Para otro momento hare una reseña sobre el, pero recien termine de leer uno de sus cuentos del libro: Un arbol de noche y otros cuentos y bueno llamo especialmente mi atencion este cuento titulado, Maestro Miseria.

El cuento muestra personajes con un toque de carisma, muy humanos, con defectos y virtudes que te hacen sentir identificado. Para que tengan idea central de la trama solo haganse estas cuestiones: ¿Serian capaces de vender sus sueños por dinero? ¿Que pasaria si realmente esto fuera posible?
En esta historia, el personaje central, Sylvia, decide vender sus sueños por realizar lo que ella creia sus anhelos y termino como jamas imagino. Esta es una historia fuera de lo normal, con un final impredecible (cosa que ya le caracteriza) y que deja al final esa idea con la que te sientes profundamente identificado.

Y aqui tienen el inicio del cuento, y si les interesa continuarlo les dejo el link para que lo bajen.



Maestro Miseria.
El taconeo de sus propios zapatos en el vestíbulo de mármol le hizo pensar en cubos de hielo tintineando en un vaso. En cuanto a las flores —los crisantemos otoñales en la urna de la entrada—, sintió que bastaría tocarlas para que se pulverizaran en briznas escarchadas; no obstante hacía calor, la casa estaba incluso demasiado caldeada; pero también fría —Sylvia se estremeció— como frío era el níveo rostro tumefacto y ajado de la secretaria, Miss Mozart, que vestía toda de blanco, como una enfermera. Claro que bien podía ser que lo fuese. Pensó un momento: Mr. Revercomb, usted está loco y ésta es su enfermera. No, francamente no. En ese momento el mayordomo le tendió su bufanda. Le impresionó su apostura: delgado, tan cortés, un negro de piel pecosa y ojos enrojecidos y opacos. Le abrió la puerta; apareció Miss Mozart: su rígido uniforme produjo un seco susurro en el vestíbulo:
—Esperamos que regrese —dijo, y le dio a Sylvia un sobre cerrado—. Mr. Revercomb se ha sentido particularmente complacido.
Fuera, la oscuridad caía como copos azules. Caminó por las calles de noviembre hasta llegar a la solitaria zona alta de la Quinta Avenida. Se le ocurrió regresar a casa atravesando el parque: casi un acto de desafío. Henry y Estelle, que nunca dejaban de insistir en su sabiduría urbana, le habían dicho una y otra vez, Sylvia, no sabes lo peligroso que es caminar de noche por el parque; mira lo que le sucedió a Myrtle Calisher. Esto no es Easton, guapa. Ésa era otra de las cosas que decían. Otra más. Dios santo, estaba harta. Sin embargo, aparte de ellos y de algunas otras mecanógrafas de SnugFare, la empresa de ropa interior para la que trabajaba, ¿a quién más conocía en Nueva York? La situación no estaría mal si no tuviera que vivir con ellos, si le alcanzara para pagarse un cuarto propio en algún sitio; pero en aquel angosto apartamento a veces sentía deseos de estrangularlos. ¿Por qué había ido a Nueva York? La causa, fuera cual fuese, le parecía a estas alturas bastante vaga; sin embargo, un motivo esencial para salir de Easton había sido librarse de Henry y Estelle, mejor dicho, de sus equivalentes, aunque Estelle también era de Easton, un pueblo al norte de Cincinnati. Habían crecido juntas. El verdadero problema de Henry y Estelle era que estuvieran tan, pero tan casados. Don Jabón, Cepigrillo, todo tenía un nombre: el teléfono era Tin Tilín; el sofá, Nuestro Berny; la cama, el Gran Oso, ¿y qué decir de sus almohadas y toallas El y Ella? Suficiente para enloquecer. ¡Enloquecer!, dijo en voz alta. El parque silencioso absorbió su voz. Qué agradable sensación, había hecho bien en atravesarlo, el viento soplaba entre las ramas, los arbotantes de luz recién encendidos iluminaban dibujos de tiza de los niños: pájaros rosas, flechas azules, corazones verdes. De pronto, dos muchachos aparecieron en el camino como un par de palabras obscenas. Rostros marcados de acné, sonrientes, se asomaron en la oscuridad como llamas amenazadoras. Cuando pasaron a su lado, Sylvia sintió que el cuerpo le ardía. Ellos se volvieron y la siguieron hacia una solitaria zona de juegos. Uno de los chicos golpeaba un palo a lo largo de una cerca de hierro, el otro silbaba. Los sonidos se aproximaron como el concentrado rugir de un motor cada vez más cercano. Cuando uno de ellos, riendo, gritó: «¿A qué viene tanta prisa?», a Sylvia se le entrecortó la respiración. Pensó en tirar el bolso y correr; no lo hagas, se dijo. En ese momento vio a un hombre que caminaba con su perro por un paseo lateral. Lo siguió y se mantuvo cerca de él hasta llegar a la salida. ¡Cómo agradecerían Henry y Estelle que les contara y les permitiera un te-lo-advertimos! Es más, Estelle lo mencionaría en una carta y el día menos pensado todo Easton sabría que la habían violado en Central Park. Durante el resto del trayecto maldijo Nueva York: la inocente amenaza del anonimato y aquel pasillo digno del metro, iluminado toda la noche, con tuberías chirriantes, pasos interminables, la puerta numerada: 3 C.
—Ssshh —dijo Estelle, saliendo furtivamente de la cocina—, Butsy está haciendo los deberes.
Henry estudiaba Derecho en la Universidad de Columbia y, efectivamente, estaba en la sala inclinado sobre sus libros. A petición de Estelle, Sylvia se descalzó y luego atravesó el cuarto de puntillas. Ya en su habitación se dejó caer en la cama y se tapó los ojos con las manos. ¿En verdad había sucedido ese día? Miss Mozart, Mr. Revercomb, ¿estaban realmente ahí, en ese alto edificio de la calle Setenta y ocho?
—¿Qué has hecho hoy, guapa? —Estelle entró sin llamar.
Sylvia se apoyó en un codo:
—Nada, salvo mecanografiar noventa y siete cartas.
—¿Sobre qué? —Estelle usó el cepillo de Sylvia.
—¿Sobre qué va a ser? SnugFare, los calzoncillos que proporcionan seguridad a los líderes de nuestra ciencia y nuestra industria.
—¡Uf, qué humor! A veces no sé qué te pasa, hablas en un tono... ¡Ay!, ¿por qué no compras otro cepillo? Éste es un amasijo de pelos.
—Casi todos tuyos.
—¿Qué has dicho?
—Olvídalo.
—Ah, me pareció que decías algo; en fin, como te iba diciendo, me gustaría que no tuvieras que ir a esa oficina, que no regresaras enfadada. Desde mi punto de vista, como le dije a Butsy la otra noche, y él estuvo absolutamente de acuerdo, le dije: Butsy, creo que Sylvia debería casarse, una chica tan sensible tiene que relajar sus tensiones. No hay nada que lo impida. Bueno, tal vez no seas una belleza, en el sentido corriente de la palabra, pero tienes unos ojos bonitos y aspecto de persona inteligente y sincera. De hecho, eres el tipo de chica que a cualquier profesional liberal le gustaría conseguir, y supongo que es lo que tú deseas... Mira lo distinta que soy desde que me casé con Henry. ¿No te sientes sola al ver lo felices que somos? Lo que quería decirte es que no hay nada como estar en la cama con un hombre que te abrace y...
—¡Estelle! ¡Por el amor de Dios! —Sylvia se incorporó, las mejillas encendidas de ira; pero luego se mordió los labios y bajó la mirada—. Lo siento —dijo—, no quise gritar, sólo quisiera que no me hablaras así.
—Está bien —dijo Estelle, sonriendo perpleja como una tonta; luego se acercó a Sylvia y la besó—. Comprendo. Estás agotada, eso es todo. Seguro que no has comido nada. Vamos a la cocina y te haré unos huevos revueltos.
Cuando Estelle colocó el plato de huevos frente a ella, Sylvia se sintió muy avergonzada. Después de todo, Estelle trataba de ser amable. Entonces, como para repararlo todo, dijo:
—Es que me ha pasado una cosa.
Estelle se sentó frente a ella con una taza de café. Sylvia continuó:
—No sé cómo decírtelo. Es tan extraño, pero..., bueno, hoy almorcé en el Automat y tuve que compartir la mesa con tres desconocidos. Hubiera dado lo mismo que yo fuera invisible porque hablaron de cosas muy íntimas. Uno de ellos comentó que su novia iba a tener un hijo y no sabía dónde conseguir dinero para resolver el asunto. Dijo que no tenía nada que vender. Pero otro (bastante más refinado, como si no tuviera que ver con sus compañeros) dijo que sí, que podía vender algo: sueños. Hasta yo me reí, pero el hombre movió la cabeza y dijo con mucho aplomo que era totalmente cierto, que la tía de su esposa, Miss Mozart, trabajaba para un millonario que compraba sueños, simples sueños nocturnos, de cualquier persona. Anotó el nombre y la dirección, y se lo dio a su amigo, pero él lo dejó en la mesa; dijo que le parecía demasiado absurdo para creérselo.
—A mí también —intervino Estelle haciendo notar su sensatez.
—No sé —dijo Sylvia, encendiendo un cigarrillo—. No pude quitármelo de la cabeza. El nombre era A. F. Revercomb; la dirección correspondía a una casa de la calle Setenta y ocho. Sólo lo vi un instante, pero fue..., no sé, no pude olvidarlo. Empezó a darme dolor de cabeza. Salí temprano de la oficina...
Estelle dejó en la mesa su taza de café, despacio, marcando el ademán.
—Escúchame, Sylvia, ¿no me dirás que has ido a ver al loco ese, a Revercomb?
—No quería ir —dijo Sylvia, repentinamente avergonzada. Era un error hablar de eso, Estelle carecía de imaginación, jamás lo iba a entender. Sus ojos se entrecerraron, como cada vez que inventaba una mentira—. Y no fui —añadió en tono neutro—. Iba de camino cuando me di cuenta de lo ridículo que era. En vez de seguir, di un paseo.
—Muy sensato por tu parte —dijo Estelle, empezando a acomodar platos en el fregadero—. Imagina lo que hubiera sucedido. ¡Comprar sueños! ¡Habráse visto! Caray. Realmente, seguro que esto no es Easton.



Si quieren seguir leyendo, aqui tienen el link, yep!!





Maestro Miseria - Truman Capote






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